✔ En septiembre 2020 tras varios meses de estado de alarma y confinamiento, y un verano orientado hacia la “nueva normalidad”, la población empezamos de repente a “sentir menos”, creció la rabia y bajo la esperanza. La negatividad seguía dominando los estados de ánimo, si bien, se observó una bajada en general de la vivencia general por cierta “habituación” frente a junio de ese mismo año. Se incrementó el desánimo y era habitual escuchar frases como “volvemos otra vez a lo mismo” o preguntas como; ¿Qué hemos hecho mal? Toda la vida se tornó a un estado de desesperanza.
Fue un verano de “un nuevo comienzo” frustrado y frustrante a la vez. Por un lado, el verano no había servido para recargar totalmente las pilas. Un verano atípico sin poder elegir con libertad a dónde ir, sin disfrutar plenamente de los viajes -cuando los ha habido- y sin “resetear” la cabeza como otros años dada la evolución de la pandemia. Fue un verano el del 2020, que no había satisfecho la necesidad de ruptura/limpieza.
Por otro lado, al regreso, encontramos una situación muy alejada de la deseada, en la que casi todo seguía pivotando sobre el COVID. Septiembre normalmente es un nuevo curso, pero se estaba viviendo como una extensión de Julio, no había una conciencia de nuevo comienzo y por ello, había escasos propósitos o anhelos de “inicio de curso” (salvo para quienes se incorporan ahora a sus trabajos tras un largo ERTE). Realmente queríamos salir del COVID, pero todo tenía forma y color de COVID, pensábamos que las cosas iban a ir mejor, pero no lo estaban.
Quizás ya no tanto desde la amenaza sanitaria (colapso hospitalario, elevada mortalidad, temor individual) pero los múltiples rebrotes y su visibilidad afectaban a los planos más cotidianos de la vida y lo sanitario se hace omnipresente: medidas (mascarillas, distancia, geles) presentes en todo momento, protocolos estrictos en los colegios, limitaciones al ocio, hábitos que no se retoman por precaución (gimnasio, deportes en equipo), cuarentenas inesperadas en los círculos personales… Podríamos hablar de la “ansiedad del protocolo”. Nos encontramos de repente que nuestra vida carecía de perspectiva, las rutinas estaban por reconstruir y las decisiones se gestionaban día a día ante un contexto que cambiaba al mismo ritmo.
Aún con todo, hay ámbitos que se activaron poco a poco y para los que no existían referentes (el COVID, ha sido y es un enorme deshabituador de nuestras prácticas sociales) y a las que tocaba adaptarse, con las consiguientes dosis de desafío. De hecho, tras el milagro de la aparición de las primeras vacunas, enero 2021 sería el comienzo de un indicador de una cierta normalización.
Hoy, un año y varios meses después del comienzo del COVID, con la administración de las vacunas y el avance que se está consiguiendo con ello, hay una EXPECTACIÓN POSITIVA que nada tiene que ver con junio o septiembre del año pasado y es cuando la población, ahora SÍ, empieza a ver cierto respiro. No estamos como nos gustaría, pero esta fase de la pandemia es mucho menos virulenta, (no hay amenaza de colapso sanitario ni de tragedia social): para la mayoría, la perspectiva es que hemos estado mucho peor y el malestar, o empieza a ser gestionable, o se empieza a asumir.
Ese alivio y ese oxígeno mental se canalizan hacía el disfrute como defensa intensa del pequeño placer y la compensación. El tema económico parece estar en la compensación (el consumidor ha ahorrado involuntariamente durante la pandemia y busca “consentirse” gastando en aquellas categorías que contribuyan a una emocionalidad positiva). Por fin
buscamos hacer aquello que no pudimos o no quisimos hacer (viajar, estudiar, trabajar etc.). El confinamiento y las limitaciones sanitarias han permitido ahorrar. En general, en economías que no se han visto afectadas por la crisis, se ha producido un ahorro no premeditado/ automático durante el confinamiento, donde determinados gastos se han puesto en standby (gimnasio, colegio, comedor, transporte, actividades extraescolares…) y otros se encuentran
contenidos desde que saltó la crisis (ocio, restauración…). Hay una orientación hacia el disfrute y cierta sensación de merecimiento. Además, esto se ve impulsado por un racional de compensación: al haber ciertas categorías que están contenidas (principalmente ocio, viajes, hostelería, transporte…), en aquellas en las que el consumidor puede permitirse caprichos, compensación… el control ha aumentado (comida en el supermercado, delivery, contratación de entretenimiento en casa…) y ahora, la mayoría de los consumidores manifiestan su intención de no retraer el gasto.
Estamos en mayo y con esa luz casi estival, la primavera gana a la tristeza. Todos pasamos por momentos en los que vemos el mundo de color gris o negro. Días en los que la tentación de no salir de la cama o de quedarse bajo una manta, sin moverse del sofá, nos aturden y nos atraen hacia el camino de la pesadumbre. La crisis del COVID ha estado muy presente en nuestras vidas y el clima de incertidumbre que la ha rodeado nos ha llevado a muchas personas a estados de ánimo cercanos al miedo, la desesperanza, la frustración y la impotencia. Hemos tenido motivos y muchos para sentirnos mal, pero muchos para sentirnos bien.
La importancia de relativizar las distintas situaciones que podamos estar viviendo, alimentar
un pesimismo positivo y esperanzado: cuando la persona pesimista tiene todas las posibilidades delante, positivas y negativas, solo se centra en los puntos negativos. El optimista, en cambio, tiene en cuenta todas las posibilidades, es decir, tiene una visión mucho más general y realista de la vida. Valorar las cosas que tenemos que son muchas y bonitas. Olvidamos que la vida es en sí un milagro. Podemos disfrutar como nunca del arte y la cultura. El poder ver, andar, escribir, crear, etc.
Es hora de comenzar algo nuevo. La esperanza nos llama a no desfallecer y dar lo mejor de nosotros mismos, a pesar de las adversidades que enfrentamos confiados en nuestra capacidad a nivel personal y como sociedad para gestionar lo que traiga el futuro y al mismo tiempo, solo tenemos dos opciones: podemos optar por instalarnos en la queja continua por el COVID o convertirlo en una fuerza motivadora para luchar. Cada uno desde sus posibilidades, tenemos una nueva oportunidad para hacer aquello que una fatídica fecha de marzo del 2020 nos lo arrebataron. Es el momento de renacer, crecer y buscar entre todas y cada una de las opciones que tiene la vida aquella que nos permitan ser libres y poder tomar nuestras propias decisiones. Porque si algo hemos aprendido en esta crisis del COVID son dos cosas: La primera es que la vida solo se vive una vez y la segunda es que nunca sabremos por cuanto tiempo.
Estimado lector, ¡gracias por su tiempo!